Angelitos

12 de diciembre 2008

Todo empezo aquella tarde en que sin venir a cuento le retorcí el hocico al osito de peluche. Un tierno pellizco en esa naricita rosa de botón. Me lo había regalado el capullo de Larry. Thomas ya no está para ositos, acaba de cumplir 11 años, dijo mi madre. Pero él decía que esos bichos no tenían edad, que a cualquier niño le gusta dormir abrazado a un suave osito de peluche. Capullo; siempre tiene que soltar ese tipo de frases corrigiendo a mi madre. ¿Qué se creerá? Él no es mi padre, por mucho que quiera, y yo no voy a llamarle jamás papá, por mucho que intente agradarme y hacer como si todo fuese normal y nos lleve los domingos a comer hamburguesas al centro comercial.

Pues fue un suave retorcido de nariz, un poco como hace la tía cuando me ve y dice ¡Cómo ha crecido este chaval, si ya está hecho un hombrecito! Así, o, bueno, sin decirle al oso que se estaba haciendo mayor. Y lo oí, juro que lo oí. Lanzó un gemidito, ayyyy. Joder, pensé, este puto bicho tiene pilas y no me había dado cuenta. Cuando Larry me lo regaló y mi madre le dijo aquello y él respondió lo otro, yo cogí el oso, dije gracias, y lo dejé encima de la estantería sin hacerle más caso hasta aquella tarde. Pero no, no tenía pilas, le di vueltas y más vueltas, intentando encontrar la cremallera o un velcro que escondiese las pilas pero nada, el oso era un vulgar oso de peluche sin más nada dentro que plumas, o algodón o yoquesé. Lo miré de frente, pensando que tal vez habían sido alucinaciones mías y le volví a retorcer el morro. Ayyyyy. Me asusté. El puñetero oso estaba gritando de dolor. No se cuántas veces se lo pude hacer, jeje; cada vez que le doblaba el hocico el muy cabrón chillaba. Y sin pilas.

Me fui al cole pensando en el oso, no podía quitármelo de la cabeza y pasé todo el día deseando volver a casa para asegurarme que no lo había soñado. A veces, cuando era más pequeño, soñaba con jirafas y con osos que se metían en casa, y luego nunca sabía si eran de verdad o no. Pero ya no estoy en edad de imaginarme esas cosas.

Me bajé del autobús corriendo y salí directo a casa, sin parame ni siquiera en el jardín como hacía siempre para tirarme un rato en la hierba. Mamá los jueves está en yoga y no llega hasta las ocho así que tenía casi tres horas para mi sólo en casa. El oso estaba de nuevo en la estantería, con una sonrisita de bobo. Lo cogí y con las fuerzas contenidas de todo el día le retorcí la puta nariz hasta darle casi una vuelta. Aaaayyyyyyyyy. Jajaja, no me lo podía creer, no había sido un sueño el oso gritaba. Los ojos se me ilminaron y por mi cabeza comenzaron a alborotarse un sinfín de posibles torturas. Me escupí en los nudillos y le golpee con todas las fuerzas que pude en la barriguita asalmonada; casi me dejo el puño en la pared. Ahhhh, gritó, y el lamento me excitó hasta que se me puso la piel de gallina. Ahora te vas a enterar puto osito, pensé. Comenze a mordisquearlo suavecito al principio, empezando por las dos tiernas orejitas hasta meterme las patas completamete en la boca masticando con todas mis fuerzas. El oso se lamentaba, pero cada grito a mi me producía un placer increíble. Veía al gilipollas de Larry retorciéndose de dolor en cada uno de mis intentos.
Pasé así casi media hora, hasta que la boca se me quedó medio acartonada y las encías me dolían, entonces empecé a tirar de los ojos; eran una especie de chapitas de plástico blanco con unos círculos pintados en el centro que producían esa rara mirada de los peluches como perdidos en el infinito, sin enfocar a ninguna parte. Comencé a tirar y los ojos salieron, dejando dos trozos de hilo, como nervios rotos en las cavidades. No veo, no veo, gritaba con una voz chillona. Estaba gozando como nuna lo había hecho, mucho más que cuando les metíamos aquellos sapos a las chicas en la bolsa del bocadillo y salían corriendo como locas en la mitad de la clase. Joder aquello era total, tanto que me noté un bulto potente en la entrepierna; me había empalmado con el puto oso. Aproveché que estaba ciego y me froté con él hasta que me cansé y lo tiré debajo de la cama.

Al día siguiente ya tenía clara mi tortura; afilé mis mejores lápices de dibujo y comencé a pichar al osito por todo el cuerpo mientras él seguía lanzando pequeños alaridos de dolor, sin poder resistirse. De repente le dí media vuelta, lo puse de espaldas y le clavé un número 4 por el culo -bueno los peluches son una mierda, ni siquiera tienen imitación de culo- hasta que le introduje un tercio de lapiz rayado. No podía dejar de imaginar al novio de mamá. Ahora te jodes cabrón, ahora grita igual que hace mamá en las noches que se que te quedas en casa y me mandáis a la cama temprano porque , según decís, tenéis que terminar de hacer algún trabajo. El oso no gemía, sólo lanzó un  alarido y enmudeció. Pensé que tal vez me lo había cargado e intenté reanimarlo, dándole unas palmadas en sus abultados mofletes, pero nada. Me fui a la cocina para coger unos hielos, pero al abrir la nevera no pude resistir la tentación: el bote de jarabe de arce se parecía mucho a aquellas lavativas que tuvo que ponerse la abuela una vez después de la operación, y, sin pensármelo dos veces, enchufé el pitorro del bote por el recién estrenado agujero y empujé con fuerza. Noté, como, justo en ese momento, el oso se retorció. Jaja, eso es lo que quieres verdad Larry- y seguí rellenando el interior de jarabe Vermont. Me cagaba de la risa; cuando le retiré la lavativa el oso chorreaba un fino hilillo marrón, como si no pudiera contener la diarrea. Justo entonces mamá llegó a casa, guardé como pude las cosas en la nevera y corrí al dormitorio. ¿Qué tal todo? Bien ¿En el cole hoy? Bien ¿Con los amigos? Bien. Mamá venía destrozada y se sentó en el salón y yo salí al jardín.

Durante el tercer día tampoco pude parar de pensar en lo que había sucedido el día anterior; sabía que era difícil de superar, pero quería volver a escuchar aquel gemidito de dolor que tanto me gustaba. Fue llegar a casa a la hora de merendar cuando se me ocurrió: corrí hasta la hucha de mis ahorros, cogí cuantas monedas pude encontrar, abrí con un cuchillo una ligera hendidura en la cabeza y fui metiendo una a una las veintisiete monedas que eran todos mis ahorros. Cerré como pude la herida -parecía un maldito cirujano en la sala de operaciones- y abrí la puerta del microondas. Comence en Low pero aquello parecía no funcionar, el oso daba vueltas sobre el plato con su eterna sonrisa bobalicona que empezaba a odiar; como no tenía ojos seguro pensaba que estaba en el tío vivo. Ahora te vas a enterar, pensé, mientras programaba potencia máxima en la rueda del horno. Fue total. En serio, aquello era la bomba: de toda la cabeza, como en una peli de Frankenstein, empezaron a salir pequeños rayitos azules que producían crujidos como de palomitas. No podía oir los gritos del oso, pero me lo imagine retorciéndose internamente, con el puto cerebro frito, sin saber realmente qué estaba ocurriendo. Los rayos daban vueltas a la cabeza y una pequeña llamita empezó a brotar en la parte alta.  En ese momento saltó el automático de la luz y nos quedamos a oscuras. A mamá tuve que contarle que estaba a punto de merendar y sin saber cómo me quedé a oscuras. A mami es mejor contarle las cosas así, sin inventar toda la historia, sin que parezca muy obvio y dejando partes inconexas para que ella crea que investiga y llega a la solución. Hay que decirle: no se qué pasó estaba a punto de merendar y se quedó todo a oscuras. Entonces ella preguntará: pero dime, qué estabas haciendo exáctamente. Y yo, entonces, empezaré a darle pistas falsas, información sin sentido, y, entre todas las cosas, algo que a ella le lleve a picar el anzuelo. No se -diré- estaba sacando la avena del armario, luego me picó un pié porque tenía arena y me agaché y fuí al baño, y preparé unos bollos y puse la leche en el microondas. La leche, el microondas -dirá ella- maldito cacharro ya sabía que ese horno iba a saltar cualquier día por los aires. Pero ¿te has hecho daño mi angelito? Mamá siempre pica, siempre cree que yo soy tonto y que no me doy cuenta de las cosas; y, la verdad, yo no voy a desvelárselo, porque me puede salvar la vida muchas veces.

Bueno, el oso quedó frito, jeje; bueno olía a chamusquina, como a corteza frita. Esa noche me lo metí en la cama y me dormí con la nariz pegada a su olor eléctrico. Pasé una noche de miedo: soñé que Larry aparecía en casa con los pelos achicharrados y me perseguía delante de miles de ositos con ojos encendidos que decían: que lo frían, que lo frían. Me meé en la cama. No pude aguantarlo, cuando lo miré por la mañana pensé que en cualquier momento iba a empezar a correr detrás de mí, así que cogí unas tijeras y lo hice añicos. Puto oso. Los trocitos eran enanos, los corté tan pequeños que ya me dolían los dedos de apretar las tijeras. Lo tiré todo por el water. Dice Leo que si alguien no se entierra en condiciones su alma vaga eternamente, pero a mi me da igual; no me imagino al fantasma del oso ciego persiguiéndome, cagando jarabe de arce y con los pelos chamuscados. Eso son tonterías de Leo que cree en esas cosas.

Me quedé más tranquilo.

Hoy Larry ha venid0 a casa. Creo que mamá ha hablado con él, de mi actitud, del cole, de las notas, de que cree que estoy cambiando y esas cosas de las que siempre hablan. Y me ha traído un paquete. La verdad es que no sabía qué hacer ni qué decir; no sabía si mi madre se había dado cuenta de algo o si habia echado en falta el oso. Joder, en cinco segundos he pensado un millón de cosas, en los muertos mal enterrados, en el sueño, en el microondas, en los cachitos de oso y algodón dando vueltas por el water. Qué, ¿no vas a abrirlo?, me ha dicho Larry. He abierto el papel con miedo, empezando por una esquinita, por si era el puto oso, pero no. Casi me caigo de patas al verlo; no me podía creer que el gilipollas de Larry me estuviera regalando aquel cerdo rosita. Le he mirado fijamente a los ojos y he podido oler su miedo.

Superviviente

25 de octubre 2008

Desde siempre había sentido una especie de vacío; no sabía decir qué era pero había algo que no encajaba. Nunca antes había pensado en eso, pero la ausencia de fotos de su madre embarazada no paraba de derle vueltas en la cabeza.

Sus primeros recuerdos se detenían en una casita con jardín, y sus padres junto a él. No podía, por más que lo intentaba, ir más atrás. Si lo hubiera conseguido se hubiera visto a si mismo, 32 años años atrás, con tan sólo cinco meses, aquella noche del 19 de noviembre, después del golpe. Envuelto entre almohadones en un ropero fue el único superviviente de las granadas y los gases lacrimógenos que lanzaron por las ventanas.

Una señora bajita y de pelo blanco, abuela de mayo, estaba a punto de encontrarle, aunque él todavía no lo sabía.

El pozo

7 de agosto 2008

En una operación a gran escala registrada por as cámaras de televisión de medio planeta el ejército intentaba rescatar el cuerpo de Medelín González de 5 años, atrapado en el fondo de un pequeño pozo ciego, al que cayó mientras jugaba a fútbol. Los lloros habían cesado desde hacía más de cinco horas y ya eran dos los días que los bomberos se afanaban en el rescate. Inyectaban oxígeno por la boca de la fosa mientras buscaban un nuevo plan para hacer ascender al pequeño a lo largo de los 35 metros de estrecho tubo de barro. Hacía poco que habían deshechado la idea de cavar un pozo paralelo al haber topado con un pequeño manantial que rápidamente invadió el canal contiguo. Un derrumbe de tierras adyacentes les obligó a cerrar la gelería. Achicaban agua, inyectaban oxígeno y bajaban una pequeña cámara para comprobar el estado del pequeño.

Tardaron todavía otras seis horas hasta que consiguieron que uno de los bomberos, uno chaparrito, bajase como una lombriz por las paredes de aquel angosto agujero. Dos horas más tarde el bombero sacaba el cuerpo del pequeño envuelto en una toalla embarrada. Con las últimas luces del segundo día, los equipos de rescate furon desmontando todo el dispositivo, las teles recogieron sus cámaras y elpozo fue clausurado. El pequeño fue enterrado dos días después. Cinco metros bajo tierra.

Published in: on agosto 19, 2008 at 12:07 am  Deja un comentario  
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Declaración

22 de mayo 2008

«Todas las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos», había escrito el profesor aquella mañana en la pizarra.

Por más que le daba vueltas, el pequeño Daniel, no encontraba el sentido a la frase.