17 de septiembre 2008
No podía quitárselo de la cabeza. Daba vueltas a todo lo que había ocurrido en las últimas horas y no conseguía tomar una decisión. Las imágenes, cada palabra, cada uno de los minutos de los últimos dos días le martilleaban en la cabeza. Seguía conduciendo, los ojos rojos, la tarde roja. La cabeza a punto de estallar.
Fueron apenas cinco segundos. Un reventón. Un tornillo hacía añicos la goma y la cámara de una de las ruedas traseras del coche. 130 kilómetros por hora. Un volantazo, otro, otro, otro. El coche se desplazaba violéntamente a derecha e izquierda mientras ella seguía intentando mantener la dirección. Sin pisar el freno, los pies le temblaban.
Cinco segundos, tal vez alguno más. Eternos. Y el coche se paró finalmente en uno de los arcenes de la carretera. Sabía perfectamente lo que ocurría en estos momentos en el cuerpo: la glándulas adreales segregarían de repente una buena craga de adrenalina, aumentando la glucosa en sangre, la tensión arterial, el ritmo cardíaco, las pupilas, la respiración, estimulando la dopamina en su cerebro.
De repente lo veía todo más claro.