16 de noviembre 2008
Recuerdo aquel mantelito rojo y verde que siempre llevaba cuando nos sacaba los domingos a comer al campo. Extendía sobre él las tortillas, la ensalada de pimientos y los patés. Cada cosa primorosamente colocada en su sitio. Servilletas de encaje preciosamete planchadas en triángulo y vasitos pequeños para la limonada. Le gustaba cuidar cada detalle.
Por eso nadie comprendió aquello. Quiero decir cuando comenzó a blasfemar. El tercer domingo tras el miércoles de ceniza. Volvía a casa, como cada tarde después de impartir la clase de catequesis, cuando entró con aquellos pelos de loca y los ojos idos
– Tengo ganas de hombre. -Yo no entendí nada, así a primera; pensé que hablaba de cocina o no se qué. Pero tardé muy poco en darme cuenta que a la tía algo le había ocurrido. Un volumen inusualmente alto y el tono, gritón, confirmaban que algo malo pasaba. Y qué cosas decía: soy una puta, me he estado guardando casta toda mi vida y ahora quiero que baje el mismísimo Satanás y me tome. Y peores, que no soy capaz de transcribir.
Mamá se echaba las manos a la cabeza, el cura rezaba y rezaba por su alma y el médico indicó trastorno mental pasajero.
La abuela, con la seguridad de las canas, dijo que eran los estertores de la muerte. Los estertores de la muerte. Nadie nunca supo por qué la abuela dijo aquello. La tía murió tan sólo tres noches después, en su cama, sóla y gritando, entre juramentos, blasfemias y maldiciones.