26 de agosto 2008
Y un día empezó a llover. Fue una de esas cosas que no esperas: la gente no había preparado las puertas, como solía hacer cuando se avecinaba lluvia, con un paño arrugado ajustado en los quicios para impedir la entrada de barro, ni habían sacado la ropa de invierno de los baúles con naftalina. A las mozas casaderas les pilló aquella lluvia de mitad de verano con los hombros descubiertos y falditas por encima de la rodilla, con pamelas para el sol y zapatillitas de esparto. Corrían como locas para las casas.
En menos de quince minutos el pueblo entero achicaba agua de los zaguanes. Cubas, cubitas, botellas y una escupidera. Sacaban agua de las casas y la arrojaban calle abajo. «Agua va», a alguien se le ocurrió anunciar. Y vino agua. Durante diecisiete años y ciento cuarenta y cinco noches. Sin parar, como si se hubiera roto alqo allí arriba por donde se escapase el agua de las nubes. Día y noche. Caía a malsalva, no dejando ni un sólo centímetro de aquel, en otro momento, seco pueblo. Y la gente se acostumbró; dejaron de habitar las partes bajas de las casas, en las que dejaban amarradas las barcas de madera, construídas con lo que en otro tiempo fueran carromatos para transportar el trigo y la cebada, cambiaron las fustas por los remos y fueron adoptando como parte de su vida infinidad de pequeños gestos en su cotidianeidad diaria. Los niños se levantaban a media noche y vaciaban, antesde hacer pis, las bacinillas colocadas estratégicamente para recoger el agua de las goteras de los tejados, los hombres cogían las palas, que empezaron a llamar justo en aquel momento palas de agua, y se hacían hueco entre los barrizales del campo, apartando agua por pequeños canales que cruzaban ahora, como una interminable tela de araña los sembrados y las mujeres dejaron, por absurdo de secar bacalao y tomates y cambiaron la gastronomía hacía los pucheros, las albóndigas en salsa y el arroz caldoso. Llovía y llovía. Sin descanso, como en una máquina infinita de llorar celestial. Llovia en las calles y en el campo, en las casas y en la iglesia -donde por cierto cambiaron, con cierto mosqueo teológico del señor párroco, el nombre de Nuestra Señora del Arroyo Seco por Virgen del Carmen, a secas -un decir- para sacarla cada 15 de agosto en barca rodeada de feligreses-. La gente se acostumbró a aquel verdín sempiterno en los tobillos, como parte de sus pieles.
Y un día paró de llover. Así, sin avisar. Y a las mozas casaderas, las hijas de las hijas de aquellas otras, aquel momento les pilló con las botas catiuscas, …