6 de diciembre 2008
Una sirena a lo lejos. Uuuuuuuuuu,niiiinoooo, niiinoooo, uuuuuuuuuu.
Una ventana azulada abierta en la pesada noche. Derama esa atmósfera de color que provoca la luz fluorescente de los neones. Azul, macilento, como una sala de espera de la sala de rayos del hospital. Alguien se ha dejado la ventana abierta. Y el ventilador, que rítmicamente gira en el techo de la habitación. Desde abajo no se ve más: una ventana abierta y un ventilador de techo; y una luz que se derrama como un televisor encendido en la noche.
La sirena ya no se oye, se fue perdiendo en el incierto horizonte de la noche. Tampoco se oye nada en la ventana, salvo un ligero susurro -y creo que es mi imaginación quien lo percibe- de las aspas cortando el aire en la habitación. La ventana es grande; partida por la mitad, la de arriba se rompe en tres cuadrados completamente iguales; la parte de abajo, un poco más alta, son tres ventanas -posiblemente la de en medio no se abra- de las cuales la de la izquierda está completamente abierta. Por ella escapa la luz azulada y una ligera brisa. Los ventiladores -aunque no vea el segundo, intuyo que hay otro ventilador más atrás y en línea con el más próximo a la ventana, cerrando u cuadrado que completan los dos tubos de neón- continuán impasibles su cometido con una pasimonia que parece como si realmente estuvieran cansados, o como si el calor de la noche les hiciera también a ellos ser incapaces de nada más allá que mantener las constantes vitales. Giran tan lentamente que se me hacer ver excesivamente dramáticos. En la ventana que está abierta, la de la izquierda, los brillos del semáforo, que permanece el doble de tiempo cerrado que abierto, rompen el monocromo azul. Ya no pasan más coches y parece que va a llover. La ventana permanece abierta, y posiblemente siga así hasta por la mañana, a no ser que aún haya alguien trabajando dentro -si es que es, como me parece, una oficina- y cierre las corrientes de aire antes de salir para salvaguardar los docmenetos que posiblemente se hayan quedado sobre las mesas al sonar la salida hace ahora ya más de ocho horas.
Todo el alrededor permanece oscuro: el resto de ventanas del edificio, de un verde azulejo que es imposible distinguir a estas horas de la noche, los jardines que rodean el mismo, la calle desierta y con coches aparcados en ámbos lados y el comienzo del parque, unos cien metros más allá. Una ventana que derrama luz fluorescente en la noche. A lo lejos, por donde se perdió la sirena del coche de policía, la luz de un trueno avecina tormenta.