16 de junio 2008
Esa noche se había propuesto hacer caso a su amiga Pilar: unos cartones en el bingo eran la mejor forma de encontrar un nuevo ligue. Le ruborizaba incluso pensarlo, después de haber sido púlcramente fiel a Fernado durante más de cuarenta años; pero no quería ser una muerta en vida. Acababa de cumplir los sesenta y, pasada la crísis por la muerte de su esposo, cada día se sentía mejor. Le habían hablado bien de aquel bingo: buena gente, tranquilo, con estilo. No era asidua a ese tipo de establecimientos pero, para no tener que soportar una tarde más los reproches y risas de las amigas, se había propuesto dar el paso. Cote d’Oro, rezaba en luminosos dorados un amplio letrero que rodeaba la esquina. Entró con seguridad, calzada en unos taconazos de aguja, buscando una mesa al fondo de donde resguardarse de miradas indiscretas. Le sorprendió la rapidez: a los diez minutos, justo al terminar el primer cartón, un interesante cincuentón se acercó a la mesa. ¿Ocupado?, Tome asiento. Miguel, Maricruz, encantada. ¿Toma usted algo?, la invito. Gracias, un pacharán. El resto fue relativamente fácil: seis cartones, dos tragos más, tres de la mañana y un revolcón que le devolvió la vida.
A la semana él le pediría los 32.000 euros. Había encontrado un terreno en la sierra donde se mudarían para disfrutar de la tranquilidad y el mejor clima. Si te he visto no me acuerdo. Sentada en la misma mesa del Cote D’Oro lloraba amargamente mientras tachaba números de un nuevo cartón.