30 de septiembre 2008
AICILOP. Lo veía avanzar lentamente por la calle en su dirección. De repente algo me paralizó y no supe qué hacer. Llevaba las bolsas en la mano, dos grandes bolsas azules y el cubo de la basura levantado por el asa, pero no supe cómo reaccionar en ese momento. Sabía que aquel era el momento, pero no pude echar a correr. Me paralizó saber que todo había acabado, que de aquel coche patrulla bajarían dos, quizás de tres agentes. Que en ese preciso momento estaban a punto de encender las luces azules mientras pedía refuerzos a la central. Que bajarían, como había imaginado tantas veces y me dirían que no me moviese que dejase las bolsas en el suelo. Sabía que yo no iba a poder reaccionar y que me quedaría allí, sin hacer nada, con los restos en las bolsas, derramando un regero sanguinolento en el suelo. Me pondrían las esposas, sin resistencia, me meterían en el coche y acabaría por fin todo. Estaba, en cierta forma, tranquilo; sabía que todo acabaría, que el final estaba cerca y que no tendría que seguir ocultando nada.
Por eso no corrí, justo por eso no salí huyendo calle arriba, ni entré de nuevo al portal, ni intenté deshacerme de aquellas dos bolsas azules que se aferraban a mis manos como parte de mi cuerpo. En el fondo deseaba que acabase pronto y dejar aquel calvario que me atormentaba.
AICILOP. Las letras, en orden inverso sobre el capó del coche, se acercaban poco a poco por la calle Espíritu Santo. No podía desviar la vista; no podía hacer nada más. AICILOP. El coche se acercó hasta rozar casi el bordillo de la acera en la que me encontraba. REspiraba lentamente, evitando no hundirme y caer como un plomo sobre el duro granito. El coche no encendió las luces, ni pidió refuerzos, ni dos agentes, ni tres, ni tan sólo uno bajaron. Giró la esquina lentamente y siguió avanzando calle abajo hasta perderse entre la gente. Tiré al cubo las dos bolsas azueles y empecé a imaginar otra nueva historia.