Fantasmas

15 de marzo 2009

La mía es una familia de fantasmas. Como nunca tuve una de verdad, terminé inventándomela. El primero en aparecer fue mi hermano, que me acompañó en los años duros del orfanato y al que la psicóloga llamaba amigo imaginario. A partir de él llegó el resto. Mi primera madre era una señora rubia que llevaba el pelo recogido en una coleta y unas enormes gafas de sol. Y también imaginé a Papá, que solía llevarnos los domingos a tomar un batido y a una abuela que preparaba galletas de jengibre. Era mucho mejor que una familia real. Pero a los ocho me abandonaron y volví a ser un niño solitario. A los doce escapé del reformatorio y me creé una nueva, en la que era hijo único y teníamos un perro color canela. Mi infancia y adolescencia fueron un continuo mudar de padres, hermanos y tíos segundos, mientras en mi otra vida, cambiaba constantemente de orfanatos, reformatorios e internados. Para cuando los servicios sociales me dejaron en libertad había creado casi un centenar de familias. Y cada vez que creaba una nueva, la antigua desaparecía, así que llegué a pensar que los fantasmas, como las personas, también morían. Pero entonces ocurrió algo raro; a los veinticinco me reencontré con todos ellos. Para mí fue un poco violento verlos a todos allí dándome besos, preguntándome por mi vida y por antiguos amigos; algunos habían cambiado tanto que ni los reconocía. Fue la última vez que los vi. Ahora a veces me siento sólo. De repente se me pasa la idea por la cabeza pero, no se, posiblemente a los sesenta sea ya muy viejo para crear una nueva familia.

Published in: on marzo 15, 2009 at 9:33 pm  Comments (2)  
Tags: , , ,

Poesía para engañar

12 de noviembre 2008

Se sentía como una pavesa renegrida a punto de apagarse, como el moho escondido bajo las hojas muertas de otoño, como una grieta que avanza y enseña las tripas de la desolación, como carne muerta que no vuelve a respirar, como restos de nubes en un cielo sin luna.

Se veía como los cascotes de una escultura antigua roída por el tiempo, como el canto gastado por el beso del agua, como un aire respirado, como viruta de madera, como hoja de flor marchita, como un campo después de la siega.

Buscaba el sinónimo heróico, la imagen poética, el sueño épico con el que enmascarar la realidad de como se veía y como se sentía, como una vieja chocha, agotada, cansada, arrugada y desolada al descubrir que se le había escapado el tiempo sin vivirlo y que no había forma de dar marcha atrás.

Arrugas

31 de octubre 2008

Tuvo constancia de la muerte. No sabía cuándo iba a morir pero sabía, ahora sí, con seguridad, que moriría. Era una sensación podríamos decir absurda, ya que era evidente que moriría, todo moriremos alguna vez, no era un gran descubrimiento. Pero no era sólo saber, física o biológicamente, que su cuerpo moriría, sino era más bien una especie de sensación, como cuando puedes adivinar el sabor de un plato sólo al verlo; la saliva empieza a reunir jugos y comienzas a sentir los ácidos, los salados, dulces o amargos. Lo mismo, podía sentir el sabor de la muerte en sus huesos, aunque no supiera el día del banquete.

A partir de ese día todo su yo se fue preparando para la ocasión. La piel empezó a resecarse y dibujar arrugas, que se cruzaban, amontonaban, separaban y volvían a unirse, como los caminos en el campo. Las uñas perdieron brillo y empezaron a crecer con un cierto color grisáceo. También nubló el pelo, hasta entonces oscuro y sedoso. Los cabellos ralaron y se ensortijaron. La carne iba desapareciendo de las mejillas, de los dedos de las manos y de las nalgas, dejando asomar el duro músculo, y las manchas, como un ejército de pecas escondido para el asalto durante una eternidad, comenzaron a aflorar como liquen en los árboles. Parecía que alguien o algo quería devorar aquel ya decrépito cuerpo. Y cuanto más pensaba en la muerte, más se aceleraba el proceso.

Y un día, al borde mismo del abismo, con un pie más en aquella que esta vida pensó en lo que pasaría después de la muerte. Y supo que volvería a vivir; no había nada realmente que le mostarse evidencias de aquello que acababa de pensar, pero lo sabía, su cuerpo volvería a florecer en otro ser. Tuvo constancia de la reencarnación.

Y una pequeña arruga, debajo del párpado, estiró y estiró hasta desaparecer.