15 de marzo 2009
La mía es una familia de fantasmas. Como nunca tuve una de verdad, terminé inventándomela. El primero en aparecer fue mi hermano, que me acompañó en los años duros del orfanato y al que la psicóloga llamaba amigo imaginario. A partir de él llegó el resto. Mi primera madre era una señora rubia que llevaba el pelo recogido en una coleta y unas enormes gafas de sol. Y también imaginé a Papá, que solía llevarnos los domingos a tomar un batido y a una abuela que preparaba galletas de jengibre. Era mucho mejor que una familia real. Pero a los ocho me abandonaron y volví a ser un niño solitario. A los doce escapé del reformatorio y me creé una nueva, en la que era hijo único y teníamos un perro color canela. Mi infancia y adolescencia fueron un continuo mudar de padres, hermanos y tíos segundos, mientras en mi otra vida, cambiaba constantemente de orfanatos, reformatorios e internados. Para cuando los servicios sociales me dejaron en libertad había creado casi un centenar de familias. Y cada vez que creaba una nueva, la antigua desaparecía, así que llegué a pensar que los fantasmas, como las personas, también morían. Pero entonces ocurrió algo raro; a los veinticinco me reencontré con todos ellos. Para mí fue un poco violento verlos a todos allí dándome besos, preguntándome por mi vida y por antiguos amigos; algunos habían cambiado tanto que ni los reconocía. Fue la última vez que los vi. Ahora a veces me siento sólo. De repente se me pasa la idea por la cabeza pero, no se, posiblemente a los sesenta sea ya muy viejo para crear una nueva familia.