16 de abril 2008
Se había calzado la mochila con el primer rayo de sol. Había tardado cerca de siete horas en escalar la cara norte, la más escarpada. Con los crampones todavía calzados observaba el vacío, las nubes sobre su cabeza y una inmensidad de montaña. Estaba seguro que lo iba a conseguir, lo había estado preparando desde más de dos años. Y ahí estaba. la verdad es que no era consciente de lo que significaba estar allí, a 4.478 metros sobre el mar. El silencio. La nada. O el todo. Tal vez el frío, la altura y la falta de oxígeno le impedían poder pensar algo más. Tomaba un pequeño bocado de nieve, un sorbo de agua que no quitaba la sed y perdía la vista en el infinito. Todo un laberinto de caminos, rapel y trozos de escalada eran ya el pasado, aunque hubieran sido presente hacía pocas horas. Ahora estaba allí, en lo más alto. Se sentía grande y muy pequeño a la vez. Los segundos transcurrían lentos en su mente como si también, como sus manos, se hubieran congelado. Rápido se olvidó que tan sólo una hora antes, estuvo a punto de perderlo todo, por un mal pie, unas piedras desprendidas, y una caída evitada en una reacción rápida.
Las nubes se desparramaban a su alrededor y no podía quedarse mucho rato allí sentado. Se hubiese quedado toda la vida. Comenzaba la bajada y quería probar una nueva ruta. Estaría de nuevo en el refugio al desaparecer el último rayo de sol.