25 de noviembre 2008
– ¿No te hice daño verdad? Pues ese es todo el dolor que te tengo que hacer. Él asintió con un pequeño quiebro de sonrisa, sin exagerar, como prueba de su masculinidad ante el sufrimiento. La enfermera, algo mayor y de uñas arrugadas, retiraba la fina aguja de la que, aunque ambos no tuvieran una agudeza visual tan precisa para poder apreciarla, aún desprendía una pequeña gota de tecnecio. Una gasa y dos trozos asimétricos de esparadrapo blanco cerraban el pequeño orificio por el que acababan de inyectarle el compuesto que de inmediato comenzó a correr por sus vasos.
-¿Ve aquel pequeño letrero azul? Espere ahí hasta que le llame el doctor. Hay periódicos. Después de la prueba, váyase a la calle y regrese en un par de horas.
El pequeño letrero azul decía Sala de Inyectados y en su interior, sobre una mesa de cristal rodeada de sillones de orígenes dispares, había un montón de periódicos atrasados.
Tres minutos después el tecnecio-99 metaestable (99mTc) circulaba libre por su cuerpo. El radiotrazador había sido unido a un compuesto difosfonado (metilendifosfonato, hidroximetilendifosfonato) que, tras su administración intravenosa en una dosis de 25 mCi, se fijaría en los huesos mediante quimioabsorción en los cristales de hidroxiapatita.
La prueba duró apenas veine minutos. Un monitor componía un mosaico puntillista de su cadera. Los pequeños topos blancos, como minúsculos granos de arroz, formaban una imagen con volumen en la que se distinguía el esqueleto. Pensó que tal vez fuera ya estaría nevando como había pronosticado el hombre del tiempo para aquella fría mañana en Madrid.
Compró un botellín de agua y comenzó a dar pequeños sorbos que le supieron acres. No tenía sed pero tenía que beber todo lo que pudiera para eliminar, a través de la orina, aquel compuesto de forma rápida. Descubrió que la calle estaba llena de niños y embarazadas. Tenía tres hijos que habían nacido en aquel mismo hospital hacía ocho, cinco y cuatro años, pero nunca había pensado que en la calle pudieran haber tantos niños y embarazadas. Y menos a las diez de la mañana cuando ya los colegios habían comenzado sus clases y los alumnos posiblemente se encontraran ya esperando la hora del primer cambio. Pero así era; la calle estaba llena de niños y embarazadas. Tambien había hombres de mediana edad, ancianos y mujeres no embarazadas. Pero a estos no les prestaba atención.
Intentaba mantener los tres metros de seguridad. Le resultó cómica la imagen que podía estar dando zigzagueando por la acera como el protagonista de un videojuego cumpliendo con una arriesgada prueba en la que salvaba a niños y embarazadas que podían saltar por los aires al menos descuido. Evitaba el Game Over y la pantalla de ScoreBoard.
Llamó desde el teléfono móvil a una compañera a la oficina para que mandase un mail a su departamento escusándole por no ir a trabajar; en todo el día. Ella le propinó un chiste fácil y le recomendó irse a un museo. Siempre que no hubiese visitas de ningún colegio.
Tenía las manos heladas. No había nevado y el cielo estaba completamente azul, de ese azul brillante con el que se despiertan algunas mañanas de invierno. Llamó a su mujer. No podía ir a recoger a los niños a la salida del cole como habían acordado. Y no sabía qué hacer esa noche. Ella resolvería lo de los niños y él, mejor, no iba a casa hasta tarde; podría dormir en el salón, en la zona de despacho, que estaba bien alejada. Ella intentó restarle importancia, tan sólo serían dos días, pero él se sintió como un bicho raro y pensó en lo difícil que sería para él vivir lejos de sus hijos. ¡Cómo te gusta hacer un cuento de todo? le hubiera dicho su mujer si hubiera escuchado ese último pensamiento. Son sólo dos días. Sí, sabía que eran sólo unas horas y que lo recomendaban por precaución, puro protocolo médico de prevención de riesgos en menores. Pero seguía sindiéndose como un apestado. Y además, tenía las manos heladas y le costaba mover las articulaciones.
Entró en una pequeña cafetería que olía a bacon; con el tercer café y casi un litro de agua necesitaba ir al bño con urgencia. «Ay, campanera. Aunque la gente no quiera…», sonaba la copla en un monitor de catorce pulgadas colgado como un apéndice de la pared. Un camarero colombiano, o tal vez venezolano, limpiaba con un paño la grasa de la pared alrededor de unos jamones envueltos en film plástico.
En la barra, sentada, una chica joven. A menos de dos metros observaba su cintura analizando la pronunciada curva de su abdomen. Intentaba escrutar una barriga de embarazada aunque aquellos excesos cárnicos más parecían michelines que una incipiente gestación. Tomaba café y fumaba un cigarillo light dando grandes bocanadas.
Podía haberle preguntado, sin más, si realmente estaba embarazada, apesar de fumar y tomar café, o aquello que asomaban eran unos simples michelines. Podía haberle explicado que acababan de inyectarle tecnecio; que, aunque no se viese ni su cuerpo emitiera fosforescencias como en las películas ni los elementos a su alrededor se comportasen de forma extraña variando sus estructuras moleculares, todo su ser durante las próximas horas desprendería radiación como si fuera un aparato de hacer radiografías. Podría explicarle a la chica que tomaba sus churros entre calada y calada en la barra, al camarero colombiano, o tal vez venezolano, e incluso a la cocinera que en ese preciso momento se encontraba al fondo de la barra bajo una enorme campana metálica cortando patatas en lascas para hacer una tortilla, que si fuera peligroso dejar libre a una persona inyectada con tecnecio o si hubiese un riesgo grave, al margen de las medidas precautorias con niños menores de ocho años y mujeres embarazadas, no le hubieran dejado salir del hospital y le hubieran aislado, por ejemplo, en una sala hermética con gruesas paredes de plomo y una puerta acorazada bajo un letrero de Peligro, Alta radiación nuclear. Podría explicarles que todo aquello lo hacían para intentar determinar el origen de un molesto dolor que sentía desde hacía varias semanas en la pierna y que el doctor de trauma no había conseguido descifrar a través de un aexploración radiológica. Podría, si cabe, intentar excusarse y transmitir que él intentaba seguir las recomendaciones que a primera hora de la mañana le habían dado en la unidad de medicina nuclear; aclarar que no era un loco mutante que intentaba contagiar con una rara enfermedad a la ciudad, como podía ser sin duda el argumento de una película madeinhollywood, sino todo lo contrario, que tenía exceso de celo y no quería transmitir ni compartir ni una sólo de las radiaciones que en ese momento emitía su cuerpo, y que con mayor virulencia iba a seguir irradiando tras un segundo pinchazo, ahora de galio, que esperaba recibir en poco menos de una hora.
Podía haberlo hecho, sin duda. Pero no lo hizo. Pagó su café con porras, dos euros, y salió lentamente por la puerta, intentando no dejar por el camino ni un sólo isótopo radiactivo tras de sí, pensando en lo dura que podía llegar a ser la vida del hombre nuclear.