13 de octubre 2008
Sin duda había aprendido una profesión, como le aconsejó su padre antes de salir de Powizd. Pero la verdad no tenía muy claro si la plantación de bulbillos era la profesión que le gustaría seguir el resto de su vida. Habían pasado casi dos años desde aquel otro otoño cuando llegara a Noordwijk casi a la aventura, con cuarenta euros arrugados en el bolsillo y pocas palabras en holandés, más allá del Dag o Goeiemiddag. Se lo recordaba contínuamente, para apreciar lo que tenía, un trabajo decente, no como el de otros que llegaron con él, unos ingresos que le permitían alojamiento, comer, algún que otro vicio y el envío de unos cuantos euros a casa.
Sabía la diferencia entre los distintos tipos de bulbos, casi sólo por el tacto, lo básico de la plantación en bancadas en las arenosas tierras de las landas, 30 centímetros entre las cuatro líneas y 2 en la misma línea. Había conseguido que el jefe confiase plenamente en él y le dejase manejar aquel tractor rosado cargado de bulbos, y eso le hacía sentirse bien.
Miraba a lo lejos, la vista se perdía en el horizonte. En enero comenzarían a florecer los primeros botones en el Blloembollenstreek, pero no sería hasta bien adentrado abril cuando inundasen todo alrededor en el espectáculo de flores más bonito del mundo. Era justo en aquel momento cuando le hubiera gustado que su padre estuviera allí para observarle.