8 de mayo 2008
Habían hecho un intercambio de casas: la casa de Madrid por la de París. No se conocían de nada, tan sólo unas referencias a través de la web en la que ambas ponían las fotos de sus apartamentos, sus preferencias y fechas disponibles para el intercambio. Una se llamaba Anne y la otra Susana. Ambas casas compartían, tal vez, lo que llamaban estilo Bobó: una mezcla de aire bohemio y burgués, con elementos rústicos y reliquias de viajes realizados. A Susana le gustaban las flores y su casa de Madrid estaba llena de ellas: naturales, en maceta, en jarrones, secas o pintadas. A Anne le gustaban los objetos orientales: farolillos, cuadros, inciensos y platillos. Y fue justo eso, lo diferente, lo que a cada una le enamoró de la otra casa cuando hicieron el intercambio.
No lo tenían planeado. Es más, nunca antes se les hubiera pasado por la cabeza tal idea, pero surgió. Al mismo tiempo, separadas por miles de kilómetros, decidieron cambiar sus vidas: Anne sería Susana y Susana Anne. No tuvieron que decirse nada. El día en el que ambas tenían que regresar a sus hogares, sencillamente no lo hicieron y empezaron a vivir la vida de la otra. Susana se dedicaría a la escritura para una revista de moda francesa y Anne al diseño de interiores. Y fue sencillo; unas cuantas excusas a los amigos y en unas semanas todo funcionaba como si siempre hubiera sido así. Fueron más de ocho meses en los que cada una consiguió hacerse con las costumbres, gustos y gestos cotidianos de la otra. Vivían felices con esa segunda vida; se sentían cómodas viviendo en una piel prestada.
Todo hubiera ido bien si no hubiera ocurrido aquello: Anne empezó a colocar farolillos en la casa de Madrid y Susana compró macetas para los balcones de la casa de París.