1 de febrero 2009
Ocupaba excasamente un metro cúbico. Más o menos. No tenía una confrimación matemática de aquello, pero un cálculo aproximado le llevaba a ese resultado: toda su existencia ocuparía tan sólo un metro cúbico. No contaba en la suma las posesiones materiales, que por otra parte pocas tenía más allá de un piso con media hipoteca y plaza de garaje, a pagar en treinta años, sino más bien su propio ser, su vida, sus relaciones. Su espacio vital.
Era soltera, no tenía hijos ni familia cercana y sus relaciones se limitaban a un asentir ocasional a las pocas indicaciones que le apuntaba su mando directo en la fábrica. Por lo demás, ningún amigo o conocido con el que compartir espacio. Le gustaba el silencio y no exteriorizaba sus sentimientos. Contenía alegrías y penas y solía hablar en un tono monocorde que parecía más el hilo musical de una sala de espera. Así, podríamos afirmar, aún sin la evidencia científica, que su mundo, aquel mundo que la envolvía ocupaba a penas un metro cúbico.
Pero aquella mañana no pudo más. No había ninguna razón aparente que le llevase a hacerlo, pero abrió la boca y gritó. Con todas sus fuerzas. Y aquel grito sonó como un lamento desesperado en la mitad de un paisaje desético, como el romper sordo de un bloque de hielo precipitándose al vacío en los polos. De repente notó como toda ella, su metro cúbico, se extendía y ocupaba, como una presa desbordada, cada pequeño rincón, cada diminuta estantería y cada escondido pliege de aquel gran centro comercial.