25 de enero 2008
El cementerio está cerca, aunque él no lo sabe. Nota el olor a tierra movida, a cal, incienso, velas y flores marchitas. Y el olor a cementerio se mezcla con el olor a madera de caoba y mantón de virgen. Es la primera imagen que se le viene a la cabeza; el olor del camerino de la virgen del pueblo, sedas añejas, cera, resina y ámbar. Oye pasos, unos murmullos y una campana que dobla a los lejos. Oscuridad. La escena transcurre despacio, insensible, como en ese estado de duerme vela de una siesta de verano. El nudo de la corbata le aprieta en el cuello y siente una humedad tirante en el pelo. Los olores se hacen tan intensos que espesan el ambiente: incienso, caoba, manto de virgen, resinas,… Escucha algo que parece un lloro a lo lejos, y le resulta familiar. Todavía no puede pensar con rapidez, las ideas pasan lentas, pastosas, por su cabeza, como adaptándose a un nuevo estado; como después de una mala noche de borrachera en la que te levantas de la cama sin saber muy bien si sigues soñado. Las campanas se han quedado atrás, los lloros han aumentado de volumen y la tierra cada vez huele más fuerte, con una presencia ácida de tierra oscura, y recuerda aquellos días de lluvia en los que jugando al fútbol en el callejón la pelota se iba al caño embarrado.
Todavía no es consciente de dónde está ni de qué ocurre; lo hará en unas horas cuando los murmullos se hayan ahogado, cuando la oración termine, cuando su olfato sea capaz de distinguir entre la tierra el mármol y empiece a escuchar los sonidos muertos del camposanto.