17 de abril 2008
Se llamaba Salomon. Era el joven más prometedor del pueblo y en él estaban puestas todas las esperanzas de la gran familia. Cada uno, como pudo, ayudó a reunir lo que habían pedido para cruzar los tres países que le separaban del gran paso final, el Estrecho. No podía tener miedo. No había otra opción. No era sólo él, de aquello dependía toda su pequeña comunidad. Hacer dinero y mandar lo que se pudiera. Sobrevivir como fuera para que viviera el resto. Nadie quiso hablar de lo que no se podía hablar. Era cierto que muchos de los que iban, no volvían jamás, pero no se podía hablar de eso. Había que dar fuerzas, ayudar con lo que se pudiera y pedir a los dioses que lo acompañaran y cuidaran de él.
Lo había conseguido. Nunca pensó que pudiera llegar pero allí estaba. Desde que tenía uso de razón la idea de cruzar a Europa era la única línea que seguía su vida. Él Salomon Lucumi, 16 años recién cumplidos, congoleño de una pequeña comunidad del centro del país, había sido bautizado como La gran esperanza. Una sola idea había sido la obsesión de su corta vida: ir. No sabía que a partir de ese justo momento, como si fuera la bisagra de una puerta, la obsesión se invertiría: volver.