30 años

30 de noviembre 2008

Habían pasado casi treinta años cuando me crucé con él por la calle. No iba últimamente mucho por el pueblo y me apetecía dar un paseo tranquilo para alimentar nostalgias. Y allí estaba él. Habían pasado casi treinta años y a pesar de ello no se diferenciaba mucho de aquel que conservaba en la memoria cuando yo tenía apenas ocho años: un señor entonces ya mayor, calvo, con gafas de pasta oscura y un bigotillo fino, estilo franquista años cincuenta.

– Hola don Ignacio, ¿se acuerda usted de mí? -le paré sin pensármelo dos veces víctima de un reencuentro con el pasado.

– Claro, claro ¡Cómo no! -asintió con una respuesta manida de uso.

– Soy Fernando, Fernandito. -dije para facilitar el recuerdo- Usted fue mi profesor en tercero y cuarto de EGB. Qué casualidad. Venía paseando, recordando aquellos tiempos de niño en el cole y me lo encuentro a usted.

Estuve a punto de decirle que, claro, cómo iba a imaginar yo que siguiera vivo, después de tanto tiempo. De repente una imagen me invadió y lo ví sentado tras su mesa de madera con una larga regla en la mano explicando la lección. Quise ponerle al día de lo que había hecho en todo este tiempo.

– ¿Sabe que me fuí a Madrid? Allí estudié periodismo, trabajé en radio, en televisión y ahora en un gabinete de prensa. Me casé, ¿sabe?; tuve tres niños preciosos, que ya van al cole, a uno cerca de casa. Un colegio público, porque somos de los pocos que quedamos ya defendiendo la enseñanza pública. Llevo ya media vida en Madrid, desde los 18, ¿sabe?, y acabo de cumplir 36.

Cogía carrera e intentaba resumir qué había sido de mi vida en los últimos treinta años. Lo cierto es que habían pasado tantas cosas que me costaba trabajo hacer un recorrido cronológico por las mismas. Él me miraba, perdido en un dejavú.

La verdad es que el encuentro tenía algo de especial, y no sólo porque me encontrara dando un paseo por el pasado. Llevaba varios meses dándole vueltas a una idea: junto a algún antiguo compañero, encontrado también casi por casualidad, andábamos organizando un reencuentro de compañeros de primaria a través de facebook.

– ¿Sabe? -continué-, he pensado mucho en los compañeros de aquellos años y estamos pensando volvernos a encontrar, en una comida o una fiesta. Algo para hablar del colegio, de aquellos años y para ver cómo nos ha ido a todos. No se, me apetecería saber qué es de Blas, de Víctor, de Miguelángel, Domingo, Felipe,…

– Búscalos, claro, Fernandito, -Don Ignacio rompió el silencio en un tono que me recordó aquella antigua clase de básica-termina de hacer las cuentas, que luego las corregimos, y bájate al patio que ya seguro han empezado el partido. Pero abrígate, coge la bufanda.

Con la mirada perdida en algún lugar remoto don Ignacio sonreía mientras señalaba con un dedo huesudo a cualquier parte. Treinta años cayeron de golpe sobre aquel viejito de afilado bigote.

No pude hacer otra cosa que abrazarme a él sin poder contener un amargo llanto, mientras el viejo profesor me daba unas rítmicas palmaditas sobre la espalda para consolarme.

Cumpleaños

20 de septiembre 2008

Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te deséamos Leo, …

Se cruzaba los pies por debajo de la mesa. La gente pediente en las velas. Las velas que Leo, siete años, y sus amigos, iban a soplar tan pronto terminase la canción, que ya había escuchado al menos tres veces en su honor ese año en otras tantas ceremonias que nunca parecían satisfacer a su madre, amante de las celebraciones.

Se habían separado hacia cuatro años, pero aún conservaban amigos en común y se veían en alguna que otra fiesta como aquel cumpleaños. Y, claro, también estaba Jara, siete años, fruto del pasado y nexo irrompible entre la pareja. Esa era sin duda la razón de que sus vidas no hubieran tomado caminos completamente contrapuestos después de la separación; tenían, más bien, la sensación de vivir una especie de vías paralelas que intentaban no cruzarse con excesiva frecuencia. Y cuando lo hacían, sólo sexo, nada más.

Se sentían como adolescentes bajo la mesa, en el jardín. Un corro de niños ayudaban a Leo a soplar las velas de una tarta de galleta y dulce de leche argentino. Minutos antes él le había dicho: qué guapa te veo. Y ella no había sabido qué responder.

Jara era íntima de Leo, compartían amigos, salidas de fin de semana, vacaciones y algún que otro cumpleaños. Él era amigo del padre de Leo y ella mantenía relación casi con todos los que se encontraban en el jardín aquella tarde: amigos, compañeros de trabajo y gente relacionada con el mundo de la comunicación.

No se miraban. Aunque sus piernas se acariciaban, arriba abajo, arriba abajo; hacían como que no perdían la atención de aquellas velas azules sobre galleta. En aquel momento se hubieran girado y se hubieran besado, pero había mucha gente. Mucha gente que hablaría. Su separación había sido muy sonada como para andarse ahora con esas tonterías de adolescentes.

Hola mamá, hola papá -se acercó Jara; las piernas se desentrelazaron- me gusta veros felices.

Una mirada de complicidad se cruzó entre ellos. Las velas se apagaron y el jardín se llenó de aplausos. Cada uno pensó su deseo.