28 de febrero 2009
Pues podría decirse que era una vecina normal. Quiero decir que era la típica vecina que hay en muchas otras comunidades. Rondaba los ochenta y muchos años, tal vez noventa, y se movía con los gestos de quien no ha tenido una vida muy fácil. Viuda a los dos años de casarse, dio a luz, en los años de la postguerra, a dos hijos varones que ahora vivían en sendos chalets en las afueras de la ciudad y que nunca aparecían por allí. Ell no era propietaria, vivía en uno de esos alquileres de renta antigua en un pequeño piso de la escalera interior. Sin duda era la vecina más antigua y, por aquel absurdo grado que otorgan los años, hacía uso, a diferencia del resto de los vecinos, de dos de las pocas cuerdas del patio.
Toda mi relación con ella se ceñía a las visitas que ambos hacíamos a las cuerdas del tendedero en el patio. Yo sacaba una lavadora cada dos días aproximadamente, ropa surtida. Ella, en cambio, salía casi a diario: los martes tendía un par de panties, los miércoles una faja de color indescifrable, los jueves una blusa de blonda con cuellos bordados de flores y los viernes siempre trapos de cocina. Un día nos sorprendió con una desgastada camisa de palmeras que parecía haber sido devorada por las polillas varias veces. Creo que esa fue la única excepción, al menos que yo viese, en sus monótonas coladas.
Nuestros encuentros se limitaban a aquel espacio donde colgábamos la ropa y a algún comentario sobre la previsión del tiempo. Un guion repetido decenas de veces. Hoy parece que va a llover. Uy, esperemos que no… Con este calor la ropa va a estar seca antes de terminar de colgar… Qué humedad que hace hoy… Esas nubes…
Ella espaciaba sus prendas con soltura entre unas pinzas que habían perdido cualquier recuerdo de color mientras yo apretaba toda mi colada en mi única cuerda. Nunca se me ocurrió preguntarle por el asunto de la injusta distribución de los tendederos y tampoco ella nunca me dio la más minima señal de invitación a su espacio.
Va a hacer casi un año que nos dejó. Yo sigo bajando al patio con mi colada igual que mis vecinos un par de veces a la semana. Pero como si de una antigua ley de propiedad se tratara, o por respeto a la difunta, todavía nadie se ha atrevido a colgar un trapo en ninguna de aquellas dos cuerdas.
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