26 de enero 2009
Todos los errores tienen un principio; aunque no seamos capace de darnos cuenta hasta mucho más tarde. Siempre hay algo que te avisa. En su caso fue el primer beso, que le supo agrio. Y no es una metáfora, el beso le supo realmente a leche cortada. Podría esperarse que aquello le produjese una repulsa, pero no. En los vestuarios, después de casi un año detrás de ella, el olor salvaje a estrógeno le hizo cerrar los ojos y, ahora si metafóricamente, fundirse en un largo beso.
Habían pasado casi quince años de aquello. Quince años, dos hijos, una casa de ladrillo blanco y porche de madera y un perro llamado Pottecher. El tintineo de estómago de aquel primer beso se convirtió en poco tiempo en un pellizco insoportable.
Ahora no podía dejar de reír. Firmaba el acuerdo de separación: custodia compartida, nada de pensiones de manutención, separación de bienes y espera de liquidación de los comunes. No era el momento para que le entrase aquella risa tonta, pero no podía resistirlo. Los dos abogados, el suyo y el de su mujer, le miraban como creyendo haberse perdido algo. Sólo faltaba una firma, pero su cabeza estaba en otro sitio. De repente había recordado aquella frase que tantas veces escuchó decir al coronel Meyer: el mayor error de su vida había sido hacer la mili.
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