20 de diciembre 2008
Fotografiaba el cielo. Cielos de azul intenso y nubes gordotas que parecían colgadas de algún lugar remoto. Cielos rojizos estratificados con un sol blandito que se escondía tras las montañas. Cielos macizos y oscuros que avecinaban lluvia y cielos limpios y brillantes que cegaban. Recorrió medio mundo buscando duelos estelares, tormentas eléctricas y lluvias de estrellas. Sacaba la cámara con los primeros rayos y la volvía a guardar en el ocaso. Había nubes blancas, transparentes y sin sobras interiores, con formas de filamentos largos y delgados y otras que parecían bancos de neblina gris, sin forma. Habían algunas que parecían farallones montañosos y que tomaban forma de hongo gigante. Y otras que adptaban todo tipo de figuras comunes como barcos, caras o vacas pastando. No había nadie en el mundo que supiera más que él de aquellas formaciones de gotitas condensadas. Se convirtió en su obsesión. Un buen día una suave corriente le empujó hacia arriba y sintió cómo se separaba de su cuerpo. Atravesó cúmulos, estratos y nimbos. Cuando ya se encontraba muy arriba, recostado en las finas arrugas de un pequeño cirro, orientó en un agudo contrapicado su cámara y por primera vez disparó hacia el suelo.
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