23 de agosto 2008
Se miraba en el espejo: recorría el rostro de arriba abajo. Todas las mañana cumplía con la misma rutina: ducha, afeitado, peinado rápido, pero a esa hora estaba siempre tan dormido que no tenía casi tiempo para enfocar lo que veía en el espejo. Hasta el primer café era un autómata. Aquella mañana, no se sabe bien por qué extraña razón, se miró. Es decir, miró al espejo, que a su vez le devolvió la imagen de un señor mirándose al espejo.
Había perdido pelo; bastante. Las entradas ahora eran un espacio ralo y brillante que había retrocedido casi dos dedos. El pelo clareaba, podía casi contar los cabellos uno a uno que intentaban tapar, sin mucho éxito, la parte frontal. Y ya no tenía algunas canas, aquellas que tan simpáticamente recibió hacía unos años; ahora toda la cabeza eran canas. Habían ido apoderándose de la cabeza, en silencio, sin anunciarse, sin tan siquiera decir «hola estamos aquí, nuestra misión es colonizar», hasta conferir un aspecto metálico al poco pelo que quedaba. Se miraba a los ojos y se descubría hacía pocos años. Si, era el mismo; pero distinto. La misma mirada, el mismo iris, los mismos párpados, pero más hundidos, como queriéndose esconder, rodeados de unas minúsculas arrugas, que aunque es cierto que era necesario acercarse bastante para apreciarlas, le conferían a todo el contorno de los ojos un aspecto de carne muerta. Sí, tal vez fuera eso; parecía el mismo de hacía veinte años, pero como en una reproducción de carne muerta. Como aquellas inquietantes figuras del Meseo de Cera. La cara había perdido brillo, las manchas comenzaban a abundar y las cejas habían crecido bastante. Odiaba aquellos pelos que saltaban unos sobre otros creando una maraña descuidada.
Y sí, parecía que las orejas también habían crecido. Era increible, pero se parecían a las orejas de su padre. Aquellas orejas que su madre adecentaba con unas tijeritas pequeñas cuando él era un chaval. Grandes, afiladas y con un lóbulo en forma de gota que nunca parecía caer.
El descubrimiento le hizo temblar. Temblar internamente. Y no fue el hecho de verse más viejo, de notar que con 43 años empezaba a tener cara de viejo, de poder imaginar incluso cómo podrían ser sus rasgos diez años más tarde, pasados los cincuenta (bastaba continuar la progresión de todos aquellos cambios que frente al espejo esa mañana observaba). No. Lo que le hizo temblar no fue verse mayor, descubrir que a los 43 ya no era joven, sino descubrir que cada vez se parecía más a su padre.
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