Cenizas

10 de junio 2008

Habían dejado la casa completamente pelada. Ella había muerto tres días antes y pocas horas después del funeral la casa había sido liquidada por sobrinos segundos y parientes de dudosa línea llegados de toda la geografía al olor de parte en herencia. Cuatro pianos, algunos muebles art decó, dos pinturas de Vela Zaneti que rápidamente habían terminado en subasta en Durán, las joyas de varias generaciones de mujeres en la familia y un cofrecillo de plata con dólares gurdados más de sesenta años, desaparecieron al instante. Los muebles sin firma, las ropas de cama, vajillas y plata habían sido milimétricamente distribuidas en lotes iguales. La morralla para el trapero a cambio de dejar el piso -400 metros en la madrileña calle de Monte Esquinza- recogido y limpio para a inmobiliaria.

El abogado llegaba aquella mañana a dar fe del reparto de lotes y ofrecer los estados de cuentas en los distintos bancos y cajas de piedad en los que la difunta había diseminado sus ahorros. Se habían marchado todos. El piso limpio, tan solo un pequeño jarrón de barro cocido con una nota a boli: María Fernada Pujol. Las cenizas de la difunta.

No era la primera vez que tenía que hacerlo. Acostumbrado a esas pequeñas inmundicias del mundo testamentario el letrado cogió el jarrón y puso rumbo a El Escorial. Compró unas sencillas flores y tras unas palabras que nadie salvo él oyó derramó ceremoniosamente las cenizas por la ladera del monte Abantos.

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