13 de mayo 2008
Llevaba esa mochila colgada a la espalda desde los ocho y estaba a punto de cumplir trece. No sabía por qué se aferraba a ella pero sentía que era ya parte de su piel. Decenas de veces su madre la había tirado, sin éxito, a la basura. Siempre volvía a aparecer. Tenía heridas de guerra, medallas y algún otro recuerdo en forma de escritos a boli azul que no dejaban virgen ni un sólo centímetro de tela original. La mochila había pasado cinco cursos, cuatro veranos en la playa y alguna fiesta con los amigos.
Sentía que algo estaba ocurriendo; en los últimos días no paraba de tener broncas con su padre, había una nueva chica a la que había echado un ojo y dos días antes había peleado, a puñetazo limpio, con el que había sido su mejor amigo. Pero no era sólo externamente; podía notar que su cuerpo experimentaba algo nuevo que no sabía bien definir.
Volvía a casa, como cada tarde, atravesando el parque antes de tomar la avenida y sin saber por qué, sacó lo que llevaba dentro, tomó la mochila por una de las correas y la lanzó por el aire hasta una de las papeleras.
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