19 de abril 2008
Rodeaba la esquina de la casa grande y lo ví: la valla para la contención de la obra había cedido posiblemente por el torrente de agua caído el día anterior. Se había hundido varios metros cayendo a la gran hondonada que alojaría los aparcamientos. De lujo, como toda la casa. Y me asaltó una vieja cuestión. No se si a Eco o Calvino le oí hablar de esta historia hace tiempo: la reflexión en torno al momento justo en que un cuadro cae. El preciso momento y las causas que lo provocan. Todos los cuadros, sostiene la teoría, aferrados a una puntilla en una pared, tienen un momento exacto de su vida en el que se desploman. Un preciso instante en el que la puntilla, vete a saber por qué extraña razón, se deja vencer, tal vez agotada por el cansancio, aquejada de una enfermedad, o por un descuido, y se descuelgan. Y mueren. Y desencadenan una catástrofe. Plass. En un sólo segundo. Nadie sabe cuándo se produce y muchas veces, y he ahí lo fantástico, sin obedecer a razón aparente. Simplemente caen; unos segundos antes firmes, resistiendo las fuerzas ancestrales de la gravedad, y al segundo rendida al suelo. No son esos cuadros con los que alguien tropieza y los tira, ni los que se ven sometidos a los efectos de un terremoto o los de un rápido desalojo. Son aquellos otros de vida anodina, en un pasillo cualquiera, de una casa cualquiera no especialmente bulliciosa, ni animada. El típico cuadro sobre el que, antes que le ocurra este peculiar fenómeno, nadie antes había reparado.
En casa seguía dándole vueltas a la teoría de la puntilla y el cuadro e intentaba imaginar el momento justo en el que la valla de la casa en reforma se desprendía, zasss, dejando tras de si, un reguero de barro, agua y chapas por el suelo. Parecía que no había tenido más consecuencias. Tan sólo había arrastrado los metales. Pero intentaba imaginar, si en ese momento hubieran coincidido el último hálito de la valla, con el de la estructura de la fachada: en alguna grieta oculta para los ojos de los operarios y arquitectos que la habían apuntalado, se fraguaba una catástrofe. Como en una peli de las de Hitchcock un reloj contando marcha atrás con grandes números rojos. Y en la punta de los bornes dos cables atados a una carga de dinamita. Lo difícil era adivinar qué marcaba aquel contador. Seguro que lo tenía. No sólo las puntillas, los cuadros, las vallas, las fachadas. Todos tenemos un contados de números rojos que van marcha atrás.
Inmenso en tan surrealista diatriba, la bombilla sobre mi cabeza se dejó llevar. No sé cuánto tiempo llevaba resistiendo a la tentación. Y se fundió. A oscuras respiré y le di las gracias: no hubiera sabido terminar.
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