12 de abril de 2008
Llevaba más de treinta años tomando aquella pequeña pastilla azulada. Siempre a la misma hora, después del primer café, descafeinado, de sobre, medio, con dos de azúcar. Se había convertido en una especie de ritual. No podía empezar el día si no había ingerido antes aquella pequeña porción química. Glub, la pastilla. Su amigo azul le daba cierta sensación de control de su vida. Y detrás, un gran vaso de agua. Glub, glub, glub. Ya está. Era el pistoletazo de salida para echarse a andar.
Hacía más de treinta años que luchaba contra la tensión alta. La verdad es que no sabía si aquella pastilla seguía haciendo el mismo efecto o, si su tensión habría vuelto ya a un rango que se pudiera calificar como normal.
Se la disgnosticaron hacía más de tres décadas y nunca desde entonces había vuelto al médico. Nunca. Le producía una terrible sensación de vacío sólo pensar que podía haberse recuperado y que el médico se la retirase.
Deja una respuesta