3 de abril 2008
«Victorio de Pardú era un hombre elegante; vestía siempre como para una noche de gala. Recorría los pueblos de provincia vendiendo enciclopedias. Era ésta una forma de conocer gente de dinero; y siempre se las ingeniaba para lograr una partida por plata: dados, naipes, o lo que fuera; Victorio de Pardú ¡siempre ganaba! A los tres años de conocernos me visitó en casa, allá en Tandil; quería ver de cerca mis trampas. Cenamos y floreé la baraja con él. Gané su respeto y se sinceró conmigo: lo de la venta de enciclopedias era sólo una pantalla; él vivía del juego. Y no jugaba al barbo, osea al azar, ¡jugaba para ganar! Era un delincuente. Era un jugador de ventaja. Quiso agregar a sus conocimeintos mis personales técnicas y se ofreció a comprármelas. Me negué rotúndamente, por supuesto. Recuerdo que me dijo: -Mire René; que pasarán los años y los años y usted recibirá cheques y giros míos. Y pensará: ¡De Pardú todavía se acuerda de mí! Para evitar un poco el ángulo agudo, ante tanto cinismo, le dije: – Son muy largas estas cosas mías… no las va a aprender… Eso es cosa mía -agregó-. Yo estuve siete años para aprender a cargar los dados con mercurio. Volví a negarme, nuevamente, y me confesó su respeto. Dijo que yo era un profesional honesto hasta las últimas consecuencias… -Como yo… -dijo-, como yo…»
Y el manco cortaba y floreaba la baraja despreocupadamente, contando la historia de su amigo el exdelincuente de Pardú, una noche más, como en los últimos treinta años, como si esa fuera la primera vez.
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